
El Diablo de Casabindo
Bravos toros pasaron por Casabindo, varios nombres me vienen a la memoria, el Chapulín. el Chasca, el Nieve, todos ellos malos como el mismo ají. Pero hubo uno en las primeras toreadas, un toro más bravo y fiero que ninguno, un manchado de astas desparejas, mirada de fuego y parecía que tenía al mismo Diablo encadenado dentro de él; un torazo entre los toros, de apelativo el Moro.
En ese entonces era yo un joven trabajador más del mercado de Abra Pampa, donde me afinqué después de venirme desde Llulluchayoc, un caserío perdido cerca del límite con Salta.
Todos mentaban al toro que había pasado por el pueblo, decían que había nacido en una salamanca y que de ahí lo fueron a buscar para el toreo de la vincha. Los organizadores del evento, cansados de ver toros mansos, buscaron al más malo del mismo Infierno. Todo pintaba lindo para ver quién le hacía frente el domingo en Casabindo. Para ello, los lugareños venían a buscar a los campeones anteriores, a los mejores toreros para que nos enfrentemos a la bestia dando el mejor espectáculo de todos. Así pasó la semana y llegó el gran día.
Fue en esa misma mañana cuando tomé coraje y decidí quitarle la vincha al mismo Diablo para dársela a la Virgen. A escondidas me llevé un alcoholcito, un “pechito colorado”, por si no funcionaba el rezo y me volvía el miedo.
Así pasó la misa, la procesión y la presentación. Así pasaron unos diez toros que no dieron tanto alboroto hasta que dijeron su nombre. ¡Ahí viene el Moro! Y salimos los cuatro Hércules a enfrentar a la bestia de Nemea, sin más armas en la mano que un poncho y la tembladera.
La gente se levantaba de las paredes, de la calle corrían a buscar cualquier ventanilla o hueco que dejara ver la plaza de duelos. Yo tragué saliva, ya estaba anotado para el enfrentamiento y en un descuido del corralero, le metí un trago al alcohol puro, escondí la botellita a un costado de la iglesia y me dirigí al calvario.
Éramos cuatro toreros, pero yo me veía solo, todo se me volvía silencio, hasta los gritos se apagaban de a poco en mi oído, se abrió la tranquera y fue como ver que se abría la tierra; hasta imaginé el fulgor del fuego saliendo del abismo.
De ahí salió el manchado, con los ojos que nada tenían que envidiar al Diablo. Se paró poniendo pecho y nos apuntó a los tres con la lanza de su mirada. Estaba eligiendo su primera alma.
Agachó la cabeza y por su ñusa chata escapó su viento demoníaco. Cuando resoplaba el suelo antes de embestir parecía un tren a punto de escapar, y eso era, porque cuando avanzaba era una locomotora embistiendo. En un abrir y cerrar de ojos explotó la tierra y pegó la embestida, voló mi compañero por los aires y sin alas volvió al suelo. El Moro sabía que ese ya no iba a molestar, así que ni lo miró después de eso.
Quedábamos tres en la plaza, dos quedaríamos rezando y otro seguro chuceado después de dar una vuelta por el cielo y así fue. Los gritos alrededor se mezclaban con mis latidos, mi pecho era un bombo lleno de ruidos, voces, chillidos. Yo tiritaba como rama al viento, escondido detrás de mi ponchito cuando vi a uno de mis laderos cruzar el viento de Casabindo, el Moro le hizo ver la plaza desde arriba y luego cayó malherido contra el mástil de la bandera.
Ahora quedábamos dos en la plaza, ni nos mirábamos, pero de seguro ambos compartíamos el temblor mezclado con coraje y fe. El Moro tenía un huancar en su hocico y de ahí salía el viento, el remolino, el huayra muyoj y el soplido malo. Apuntó a mi vecino, agachó cabeza y salió disparado como flecha guiado por algún embrujo.
Aprovechando la enfilada del bravo, estiré mis manos hacia su cabeza y di un salto. Sentí el topetazo y luego vi una sola cosa celeste a mis lados, estaba volando directo al cielo. Ni tiempo de gritar tuve y mi peso me devolvió patas antarca a la arena del Coliseo.
Ni recuerdo más que un instante de oscuridad y el golpe de mi espalda contra el suelo. Cuando me quise parar de golpe, pensando que el Moro me iba a atacar de nuevo, algo estorbaba mis manos; un cencerro de brillantes monedas… era la vincha, con los quintos de plata. De un brinco salí corriendo mientras el Moro revolcaba a cabezazos al infortunado condenado que había sido elegido por el verdugo.
Me dirigía victorioso, sonriendo, trotando, casi rengueando hacia la puerta de la iglesia, rodeado del griterío y con los brazos en alto, no miraba más que el campanario. Cerré mis ojos un metro antes de llegar al portón de la cancha cuando escuché la estampida. Ni vuelta me di, no tuve tiempo. Cuando pensaba que el Moro había sido engañado y derrotado, éste hijo del maligno me dio alas de nuevo y me invito a conocer el aire en una sola polvareda.
Así pasé de la plaza al otro lado del paredón, con la espalda partida y las manos vacías, porque la vincha había quedado enganchada de una de las astas desparejas del Moro; el trofeo volvía a su auténtico dueño.
El Moro quedó mirándome del otro lado de la reja, como diciendo que no me lo había ganado en buena ley. Unos padrinos me levantaron y el toro salió a dar una vuelta por la plaza, victorioso, como un semidiós de los libros que vuelve de mil batallas derrotando ejércitos y monstruos por tierras desconocidas.
El bravo dio unas vueltas por la plaza esperando más toreros, todos estaban en silencio absoluto. Nadie más se animó y de golpe todos empezaron a vitorear, ¡Moro, Moro, Moro!
Era el nombre de la bestia manchada, que había hundido cuatro barcos y humillado a cuatro capitanes en su propio mar. El Moro, el Leviatán de Casabindo.

Cristian de Jesús
Es un escritor monterricense, participa en eventos culturales locales y provinciales. En el mes de Marzo/2025, en la ciudad de Monterrico, organizó el 1er. Encuentro de escritores del NOA, en el cual participaron más de 50 escritores de Tucumán, Salta y Jujuy.