
El balcón del río Grande
Es otoño y corre viento norte en Yala, los eucaliptos y pinos que están al borde del barranco de la cancha y del cementerio crugen de dolor, al igual que sus hojas secas, temen caer al abismo del río Grande, solo es cuestión de tiempo para que esto suceda y formen parte de un triste paisaje.
Al verlos, los recuerdos me llevan a mi infancia, cuando jugábamos con mis primos y amigos en esa cancha con arcos de palos y floridos ceibos, cuando a gritos mi abuelo Leocadio Soto nos llamaba para que tomemos mate cocido con menta en su ranchito de chacras secas, que al igual que el rastrojo de bananos y duraznos silvestres de don Rafael Mendoza, estaba ahí nomás, muy pegado a la cancha, pasando una calle de kimpes. ¡Aah! ¡si supieran lo rico que hacía mi abuelo el mate cocido con el fuego a leña! Soplando soplando, bien sentaditos, entre palas y picos, lazos y cabrestos, lo tomábamos.
Después por unas bajadas que había atrás del ranchito, esquivando espinas de tuscas y gajos de sauces íbamos a pescar yuscas y bagrecitos a la acequia que todavía existe en la playa del río Grande ¡hasta viejitas podíamos agarrar!
Era un hermoso y tranquilo lugar para disfrutar.
Pero por castigo de Dios el río se enojó con Yala e hizo que sus crecientes de verano se llevaran a las bajadas, al ranchito, a los árboles e hizo ver a la altura del camposanto (para sorpresa-solo-de algunos) restos humanos; convirtiéndose ese lugar de juego y descanso, en un alto y peligroso barranco, tanto para niños como para grandes.
De pronto el grito de un tero me despierta, me hace volver a la realidad y ver que después de 47 años, para impedir que el hambriento río no siga comiéndose al pueblo y a sus muertos, solo se puso en ese recordado lugar: Un cartel.
